En una noche cargada de emoción en el Monumental —donde Lionel Messi brilló una vez más con la magia que lo convirtió en leyenda— se vislumbró lo que podría ser el crepúsculo de una era dorada. Con su doblete en la victoria 3‑0 sobre Venezuela, el capitán alcanzó otra cumbre en su carrera, pero dejó escapar entre sus palabras algo que siente tan real como el aliento de la hinchada: la posibilidad de que este Mundial haya sido su último baile con la Selección Argentina.

A sus 38 años, cada paso y cada gol pesan con la historia de un jugador que ha regalado épica tras épica. “Cuando me siento bien, disfruto. Si no estoy bien, lo paso mal… prefiero no estar”, confesó con honestidad y pesar, revelando que el cuerpo, inclemente, marca el compás del tiempo.

Es más que una decisión deportiva: es el duelo silencioso del cuerpo que ama, pero que también exige despedidas. En medio de los festejos y los cánticos en su honor, Messi sostuvo la posibilidad de no llegar al Mundial de 2026, sin cerrar del todo la puerta, pero con la prudencia de quien vive la inminencia del ocaso.

Esa noche, el estadio no solo vio goles; vio la lucha entre la pasión y la realidad. Vio a un hombre que se aferra al juego mientras sus botas aún giran con gracia, pero que reconoce que el tiempo también merece su lugar. Lo dijo en cada gesto, en cada mirada hacia el cielo porteño: “Es cercano, pero también está lejos”, resumió, centrándose en el hoy, en el partido siguiente y en cuidar lo que aún lo hace feliz sobre el campo.

Así, entre ovaciones y suspiros, Messi dejó la puerta entornada: no es una despedida, tampoco una promesa. Es un legado que respira, que se aferra a cada latido posible, consciente de que quizá, ésta sea la última vez que la Scaloneta baile con su ritmo en la élite mundial.